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“Por eso es que a mí no me gusta el destino”

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Texto: Jorge Mendoza

Foto: Christian Acuña

     El miedo y la incertidumbre estaban en el ambiente. Hoy recuerdo las palabras de  Gustavo Calle Isaza[1], "El Paisa", al ser desalojado de su vivienda, “cuando yo salí de Santa Sofía del Darién ese pueblo ya estaba muerto, lo mató un rumor, un rumor”. Los barriles de metal en los que viene el aceite industrial, que fueron puestos a disposición por mecánicos y latoneros, servían para hacer fogatas que no solo ayudaban contra el frío sino que iluminaban aquella extraña noche, el fluido eléctrico y el suministro de agua potable estaban suspendidos.   

     Los cuarteles de Policía y Bomberos habían resultado muy afectados durante el primer sismo así que los organismos llamados a mantener el orden en estas circunstancias no tenían la capacidad de cumplir su misión. “Cuenta la leyenda” que agentes de policía pasaron por los barrios alertando a la comunidad, dejando en claro que la seguridad tanto personal y de sus familias como la de sus pertenencias eran una responsabilidad particular. Los vecinos se organizaron por cuadras, asignaron un color distintivo a cada grupo de vigilancia, y como diría El Parcero del barrio Popular número 8[2] “todo el mundo se armó del fierro, cuarenta y cinco y pajizas…”

     En la radio los locutores anunciaban el recorrido de saqueadores profesionales venidos de otras tierras que estaban aprovechando la desgracia ajena para hacer de las suyas. Pedían a la audiencia estar alerta y prepararse para la llegada de estos delincuentes que se movilizaban en camperos y camionetas en los que transportaban el “botín” obtenido en los saqueos.

     En el barrio se instalaron retenes por sectores, todos los autos eran revisados, las caras de sus ocupantes eran iluminadas por la luz de las linternas con el fin de identificar a los ocupantes, estos debían dar la dirección exacta y datos de quienes allí residían. Además quienes los esperaban debían informar al grupo de vigilancia sobre las personas que llegarían al sector para así poder comparar versiones y asegurarse de que eran quienes decían ser. Como buen sector residencial, de los de antaño, todos conocen a todos, todos “saben” quiénes son sus vecinos.

     “El barrio como las líneas de una mano abierta…”, y Armenia es, literalmente, como una mano abierta, al menos en el sur de la ciudad es muy notorio, los dedos representan los barrios y los espacios entre ellos son las quebradas que los separan.

     Una antigua escopeta calibre 12 con correa de cuero, culata y empuñadura de madera llamó mi atención. No solo por su buen estado sino porque colgaba del hombro de un vecino de aquellos de trato amable y que se relacionan con la gente en la proporción debida. Uno de los que nadie tiene nada malo que decir. En el ambiente se sentían las palabras de aquella vieja mujer, “(…) he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a pasar en este pueblo”[3], algo grave había sucedido ya, pero la gente tenía la certeza de que solo era el inicio.

     Las voces en la radio divulgaban que otros grupos de saqueadores estaban usando las cañadas para ocultarse y pasar de un barrio a otro sin ser detectados. Las voces se perdieron en medio de los disparos, los vecinos hacían descargas completas entre los cafetos, plataneras y guaduales que crecen a la orilla de las quebradas, cuando el sonido de las balas cesaba en una cuadra la melodía continúa en la siguiente. Una vez los locutores notificaban cambio de dirección de las “hordas de saqueadores” el sonido de los disparos se disipaba y el silencio reinaba nuevamente.

     Un campero blanco, quizá gris, toma una curva difícil a gran velocidad, el sonido de los disparos acompaña el chirrido de las llantas contra el pavimento. Es una curva difícil ya que cuenta en su haber con múltiples accidentes automovilísticos, entre los que se incluyen dos carros repartidores de gaseosa, que han dejado algunos muertos.

     Esa noche las armas no faltaron, “(…) tas, tas, tas, que balin tan tremendo, que manes pa´ dar…”,  pero afortunadamente, al menos en ese instante, ninguno de los vecinos, ni siquiera los pensionados de la Policía, hicieron gala de ser buenos tiradores, la puntería no es algo por lo que deban ufanarse, afortunadamente. El campero se alejó, su silueta se perdió en la oscuridad y los vecinos desconcertados se miraban a los ojos, ninguna palabra se pronunció, la vigilancia siguió.

     Puertas abiertas, personas en los antejardines, incertidumbre, conversaciones en voz baja, y reacciones instintivas ante el menor ruido o sensación. El sonido de un vehículo circulando a baja velocidad irrumpió, dos sujetos sentados en el capó gritaban ¡no disparen, somos nosotros!, el campero blanco, o gris, regresaba con escolta.

     Los muchachos que gritaban eran habitantes del barrio vecino. Allí el retén era un poco más drástico, ya que, literalmente habían cerrado la entrada al barrio con el tronco de un árbol muy grueso, imposible seguir el camino, así que el conductor se vio obligado a  detenerse antes de que los centinelas atrincherados detrás del tronco dispararan al parabrisas.

     Al parar, contaban los muchachos, descendió del vehículo un hombre visiblemente exaltado, llorando y pidiendo que por favor no dispararan, que no les hicieran daño, que en el auto estaba su familia, entre ellos un par de niños. Los ocupantes del campero habían llegado a la ciudad en busca de sus familiares, el desconocimiento del terreno y la falta de fluido eléctrico los habían llevado a equivocar el camino.

     El hombre había escuchado sobre “saqueadores” que arrasaban todo a su pasó. Al encontrarse en un sector de un sola vía en el que grupos de personas armadas y con trapos amarrados en los brazos le hacían señas para que se detuviera decidió acelerar y sacar a su familia de la zona lo más rápido posible, el problema es que de este sector solo puede salir por la misma vía por la que entró.  

     El auto circulo a baja velocidad por la plazoleta en la que minutos antes una gran cantidad de balas había circulado muy cerca sin acertar el objetivo. Al escuchar la historia y percatarse de quienes ocupaban el vehículo los vecinos de este sector se miraron desconcertados, agradecieron su falta de tino, no dijeron nada y siguieron vigilando. Los chicos acompañaron el recorrido del campero sentados en el capó como medida de protección y explicando a cada grupo de vigilancia las razones por las que el asustado conductor no se había detenido. Lo acompañaron hasta que pudo tomar una vía principal y reanudar su camino.

     Y esta era, apenas, la segunda noche después del terremoto…

     “El capitán Montoya jamás llegó a Santa Sofía del Darién, pero el terror que causó el rumor de su infausta presencia ayuntó para siempre a todos sus habitantes, y Gustavo Calle Isaza fue el último en salir de ese pueblo asesinado, y saben asesinado por quién, por el miedo…”

 

[1] Personaje encarnado por Luis Fernando Múnera en la película colombiana La Estrategia del Caracol.

[2] Personaje interpretado por Robinson Posada, narrador de las historias de las comunas de Medellín.

[3] Algo muy grave va a suceder en este pueblo. Gabriel García Márquez.

SOBRE EL AUTOR

Texto:

Jorge Mendoza - Docente de la Universidad de Ibagué. 

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