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System of a Down: un grito por la memoria en una noche de estridencia

La noche del 24 de abril de 2024 Bogotá vibró, ni siquiera el frío que suele apoderarse de las tribunas del estadio El Campín evitó que cada una de las localidades se llenara. Tembló porque, por fin, System of a Down pisó nuevamente suelo colombiano. Años de espera, de rumores, de esperanza colectiva culminaron en una descarga musical que superó toda expectativa.

Un sold out, no solo en la fecha colombiana sino en toda la gira, marcaría un antecedente importante de lo que sería su presentación en cada uno de los países anunciados: Colombia, Perú, Chile, Argentina y Brasil (con cinco fechas). Para mí, que he pasado más conciertos desde el foso de prensa que entre el público, esta vez fue diferente: estuve allí, entre la multitud, siendo parte de algo más grande… Y eso lo cambió todo.

Descubrí a System of a Down en los primeros años de la década de 2000, cuando su música comenzaba a circular con fuerza entre los adolescentes hambrientos de sonidos distintos, de mensajes con filo, de verdades punzantes. No fue solo la distorsión, ni la potencia, ni siquiera la mezcla improbable entre metal, folk armenio, gritos y una que otra letra que alentaba a la risa. Fue la sensación de estar escuchando algo que hablaba desde las tripas, desde la herida, eran canciones que no se podían ignorar.

De la amargura por no ir al concierto de hace 10 años, a la felicidad de verlos por primera vez

El concierto arrancó con Attack, un inicio que se sintió como una explosión; la oriental baja se movía, la gente saltaba, la emoción era incontenible. Sin presentaciones ni preámbulos, S.O.A.D. tomó el escenario con la precisión de una banda que sabe que no necesita adornos para estremecer. Las canciones cayeron una tras otra, sin respiro, sin pausas artificiales.

Un recorrido implacable por su discografía, en el que cada tema era un himno, cada mensaje una lágrima y cada momento una remembranza de mi adolescencia y la vida de muchos allí presentes. Pero lo que le dio a esta noche un peso aún mayor fue la coincidencia con una fecha significativa: el 24 de abril es la conmemoración del genocidio armenio, un tema que ha atravesado la historia de la banda desde sus orígenes.

Durante el concierto, Serj y Daron tomaron la palabra en más de una ocasión para recordarlo, para nombrarlo, para “escupirle la cara" a los lobos grises. No lo hicieron con discursos desgastados y genéricos, sino con la seriedad de quienes han cargado esa memoria desde siempre. Escuchar a miles de personas en Bogotá aplaudir las intervenciones fue un momento de comunión inesperada: un puente entre culturas, entre dolores, entre generaciones.

Y es precisamente en esa comunión de generaciones que el relevo, no sólo en lo sonoro sino en el pensamiento, se veía mediado por lo que estábamos viviendo; ¡entre el público estábamos quienes crecimos con Toxicity y Chop Suey!, había padres, hijos, jóvenes y adultos que encontraron en System una forma de canalizar su rabia y su amor por la música hace ya más de dos décadas. Hay bandas que logran trascender el tiempo y hablar a todos por igual.

Volver otra vez al punto de partida

Verlos por primera vez fue como cerrar un ciclo. Y hacerlo desde el público, lejos de la lente, de las restricciones del foso o de la urgencia de entregar un especial para este medio, me permitió reencontrarme con esa adrenalina que se vuelve cada vez más esquiva con los años. Porque el foso, aunque emocionante, a menudo te convierte en testigo invisible.

Esta vez no hubo barreras. Me di cuenta de cuánto extrañaba ese calor humano que se pierde en el afán del trabajo. Volví a ser un fan; grité, lloré, sonreí y hasta maldije… Eso, en una carrera como la mía, es un regalo raro pero valioso.

Hasta la capital aportó a lo inolvidable. La noche bogotana, fría como suele ser a 2600 metros, se mantuvo seca, como si el cielo supiera que no podía interrumpir ese momento. El estadio estaba lleno, no solo de colombianos sino de viajeros, sobre todo de Centroamérica; banderas de Costa Rica, Honduras, El Salvador y Guatemala se dejaron percibir por momentos. Había algo tribal en la forma en que el público vibraba con cada riff, con cada golpe.

El repertorio nunca se supo hasta que pasaron los minutos y cada introducción marcaba la canción que seguía. Como es tradición en sus conciertos y últimas presentaciones, cerraron con Sugar, el estadio, durante toda la noche y más aún con esta canción, mutó en un coro desafinado pero enérgico, liberando todo lo que aún quedaba por gritar.

 

Cuando las luces se encendieron y empezó la lenta circulación hacia las salidas, supe que este concierto más que ser uno más en la lista de shows vividos, era un reencuentro con la sensibilidad de quien tras una lente percibe los espacios de forma distinta. Esa noche, System no solo dejó un espectáculo memorable: nos recordó que hay heridas que la música puede nombrar e inmortalizar.

Y para que te hagas a la idea de lo sucedido en el Campín esa noche revisa esta playlist:

Texto: Revista El Rollo.

Ilustraciones:  Jorge Mendoza.

© 2010 by revista El Rollo

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