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Érase una vez un poeta del Poblado popular 

 

“Poraquí / no tenemos carro de basura / ni árboles en las esquinas / ni lámparas en la frente de las casas // no hay nomenclatura / no hay agua / la sed se hace de las suyas / cuando recibe un beso”.

Helí Ramírez. 

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Luego de subir caminando por un cruce de laderas llegamos a la Loma de Los Parra, vamos chupando helado para calmar la sed, subimos faldas sorteando unidades cerradas que se alzan imponentes con sus muros que las rodean, pasamos al lado de sus grandes rejas, de sus alambrados y sistemas de seguridad bajo el sol que perfuma de luz la tarde de viernes. De lo que era el barrio antes, queda poco ahora, su paisaje ha cambiado, lo que hay, lo que se ve ahora, es desplazado, de poco, por los recuerdos y las ideas que tiene grabados y va desglosando: casas que ya no están, ruinas de viviendas abandonadas, los charcos de baño, morros y mangas que fueron borradas por nuevas unidades y pedazos de muros rayados con su tag de conejo, huellas y vestigios de un lugar que conoce desde hace años. Mientras caminamos al lado de una nueva avenida me señala un muro que pintó, lo hay por todos lados, debajo de puentes y muros, en este, en el medio, se ve un hombre de perfil que sonríe, al lado de otros grafitis que se le amontonan y la avispa de una graffitero amigo.

Cuando llegamos al núcleo del barrio pasamos por lo interiores de varias casas, subimos a una terraza que está llena de matas de sol y de sombra, las matas están arrumadas en un rincón de la plancha de cemento, “hay varias matas para bebidas y remedios” me dice con el entusiasmo de yerbatero. En la tienda del barrio compramos unas cervezas que están más calientes que el pavimento donde estamos sentados. En una de la casas más viejas, pequeña como una cueva, la única de estrato 1 del barrio, adornada con un largo patio en la entrada, Santiago sube y toca para saludar a uno de sus amigos, del interior sale un hombre corpulento, es tan grande como un oso, tiene una barba gruesa: es apodado El Burro, a quien saluda eufórico y le pregunta por el poema que dejó escrito en una hoja que está pegada al lado de un cuadro a la entrada de la casa. ¿El poema? Se borró, le dice El burro, se evaporó como todo en el barrio. 

El barrio de la infancia de Santiago Rodas es un barrio popular escondido en El poblado, pero el suyo es un barrio distinto, es otro Poblado, uno que los turistas no conocen y todavía no desean habitar. Si fuera posible ver el barrio desde arriba, sobrevolando las pequeñas manzanas, se verían las casas con terrazas, los techos de teja de barro, las maderas arrumadas en los patios, los cortes de los muros, los solares y la maleza que recubre andenes y patios. Se verían los palos de frutas, y los pequeños jardines al lado de andenes y escaleras irregulares. Las avenidas que cercan el barrio y las unidades que intentan cerrarlo. 

El barrio es de casas viejas y pequeños pasajes, un pequeño laberinto por el que camina gente tranquila que parece ir a otro ritmo, sin la presión y el ruido de las camionetas que suben y bajan por las nuevas avenidas que lo bordean, en el barrio, al lado de los linderos, entre palos de mangos y de guayabas hay sembrados de mazorca y fríjoles, matas de plátanos, gatos que se pasan entre los techos, casas al lado de las otras en las que los vecinos se conocen y se saludan como si todos fueran de una misma familia. El barrio es un pequeño mundo, una isla entre las pocas mangas que quedan cerca a los altos edificios y el centro comercial que lo mira desde arriba con sus torres y ventanas espejo. “Entre la ruinas/ del centro comercial El tesoro/crecen matas de tomate/uchuva, sidra, auyama, mora, frambuesa. / Los árboles de pomas coronan los/ parqueaderos y echan raíces en los carros abandonados” escribió Santiago Rodas en “Ruinas”.

 

“Yo soy el barrio, o el barrio soy yo.” Me dice mientras pasamos por sus andenes estrechos, cada pedazo del barrio es un recuerdo de ese “Poblado popular”, como él le dice, un mundo que era grande y lo tenía todo para él, para sus amigos y su familia. “Para nosotros, los habitantes de los barrios populares, el espacio significó la posibilidad de sumergirnos en una quebrada sucia pero refrescante, jugar con las vacas y los toros que pastaban allí, treparnos en los árboles para coger pomas y mangos, ensuciar nuestras manos, formar nuestros cuerpos, tejer una red de amistad en medio de la conocida violencia de los años noventas”. Escribió, a modo de devolución y respuesta a  la canción remix un PH en el poblado. 

Santiago Rodas no escribe ni pinta acá, pero todo lo que ha escrito y dibujado parte desde acá, de su barrio, que es el núcleo. Bueno, no todo, su último libro Érase una vez un poeta es una salida del barrio, un libro entre la aventura y la negación, un compendio de robos y probaturas que van a otros lados de la República y sus paisajes. “Nací en los barrios populares del Poblado, un barrio que se conoce como Los naranjos, o La cuadra, o El poblado, o El tesoro, pero, en realidad, no tiene un nombre específico, incluso en los diferentes POT (Plan de Ordenamiento Territorial) se registra de manera diferente. Poca gente lo sabe, pero en El poblado, el barrio más rico de Medellín, hay más de diez barrios populares de baja extracción: La chacona, El chispero, El garabato, El hoyo, La virgen, La Y, entre otros”. Escribió en “Poblado popular y una anécdota” y me lo repite de memoria, reafirmando lo que es su barrio, el suyo y el de sus amigos, el de su familia, reafirmándose así mismo, y su origen, su núcleo, lo repite mientras va señalando el lugar de los otros barrios populares y los nombres de las nuevas y viejas unidades a las que él y sus amigos no podían entrar, las que no podían habitar, porque esa frontera económica, de clase, no se los permitía “Dichos barrios tienen sus fronteras con las unidades cerradas que los cercan. El contraste es evidente, un edificio de estrato 6 a una cuadra de una casa estrato 2 sin revoque en la fachada. En ese contexto viví hasta los quince años, vi de cerca esa confrontación de economías, de estéticas y de maneras de existir en el “afuera y en el adentro” de las unidades cerradas que crecieron, cada vez más rápido después del Y2K.” 

 

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Santiago Rodas Quintero nacido el 24 de agosto en Medellín, estudió publicidad y Filosofía y Letras, es autor de varios libros de poemas: Gestual  Editorial UPB (2014) Trampas tropicales (2016) en Atarraya Editores, una editorial independiente creada en complicidad con su exnovia la escritora Lina Parra, Plantas de sombra (2018) con Angosta Editores, Materiales inestables (2021) Liliputienses y Érase una vez un poeta (2022) Atarraya Editores. También es muralista, graffitero, fanzinero e ilustrador, profesor universitario, integrante del comité editorial del periódico Universo Centro. Es, además, un hombre flaco, atlético, con ojeras permanentes que le acompañan la barba y el pelo largo, con la piel blancuzca, y los músculos firmes, un hombre que a veces no para de hablar y que a cualquier tema se le mide, se le descuelga, así no sepa. Ciclista profesional y ya no tan profesional. Santiago hace de todo, y a todo lo que hace le saca tiempo, juega fútbol al calor del medio día, pinta y se escapa a montar cicla por trochas, vive miqueando por todo lado, en toda la ciudad, en los otros barrios populares que son una extensión gigante del suyo. 

Mientras seguimos hablando con el Burro, y el Flaco, otro de sus amigos que apareció de una casa vecina, Santiago se cuelga de una baranda y empieza hacer barras de espaldas a nosotros, extendiendo su cuerpo como el de una de esas lagartijas que se pasean por las paredes de la casa de El burro, en la camiseta blanca que tiene ese día se puede leer en letras grandes negras un pedazo de la canción Apolo de N Hardem: De calles feas a casas grandes/. De calles feas a plazas grandes. Y se baja y vuelve a hablar del barrio, de las unidades grandes y las calles feas que se lo están tragando, de sus árboles, de las flores, las plantas, de un amigo del barrio que se casó con una princesa sueca, de los pliegues de los globos que elevaban y capturaban, de “Poison”, el dealer del barrio, de la polvora y otras mercancías. En lo poemas del barrio están sus amigos, la memoria de ellos, los que ya no están y lo que aún viven y se dedicaron a lo que pudieron. 

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En la Pandemia no aguantó mucho el encierro y usó su licencia de periodista para salir a las calles vacías, recorrió como pocos lo podían hacer la ciudad en los primeros días de encierro. En esas salidas escribió varios reportajes para el periódico Universo Centro: Primero, una reportería fotográfica “De sur a norte” que la acompañaban frases como esta: “Encuentro una belleza siniestra en la ciudad vacía. No es el momento para la poesía, pienso. Aunque lo que veo me demuestra lo contrario”. Y luego otra sobre “Los invisibles”, los sin casa y los habitantes de la calle que vivieron en medio de la soledad la cuarentena en las calles. La intuición y estar del lado de los otros barrios que son la extensión de su barrio lo llevó hasta el barrio Sinaí, en la Comuna 2, Santa Cruz, barrio que fue encerrado con un toque de queda que lo dejó doblemente aislado porque supuestamente era un foco del virus. “Me tomo el tinto amargo y miro un rato el panorama: la cerca, cientos de metros de vallas, separa mágicamente un barrio”. Escribió en “El encierro del Sinaí”. 

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De  pintar en la calle a Santiago le gusta hablar poco. No le gusta que lo vean con la idea exótica del poeta que pinta, o el muralista que hace poemas. Lo códigos de la pintura en la calle son otros, no están hechos para ser entendidos del mismo modo que pasa con la literatura. “Hay cosas que es mejor no hacer visibles” Me dice. La pintura se borra, pasa, el poema trata de mantenerse en unas páginas. “Hay gestos, búsquedas compartidas, pero la pintura es diferente a la escritura en cuanto a tiempos y posibilidades. La mezcla potencia a ambas, las dos se alimentan pero también compiten, cuando pinto en la calle pienso en que debería estar escribiendo y viceversa. Un círculo de inconformidades”. Le dijo a Manuela Saldarriaga en “Santiago Rodas: presagios de un poeta innecesario”. 

Aunque por más que trate de dejar a un lado la pintura como un asunto con otras condiciones, ser escritor en las calles es algo que no se puede zafar: pintar también es escribir, y Rodas es escritor de poemas y escritor de grafitis. “Pinta con una bocha extendida por medio de brazos mecánicos. Retratos de hombres y mujeres abundan en sus trabajos. Aunque sus prácticas sean rápidas por cuestión de logística callejera, las obras invitan a detenerse, al igual que sus poemas” dijo el escritor y geólogo Ignacio Piedrahita sobre sus murales y su poesía. 

También ha escrito sobre los que pintan, los escritores de la calle como él. Hace un tiempo escribió: “Los graffiteros son autofágicos, se devoran a sí mismos, dicen que llenan la ciudad de colores pero en el fondo buscan el gris para renovarse a sí mismos, insatisfechos siempre. Son perfectos sísifos del asfalto. Un graffitero hace una pieza, consciente espera a que Espacio Público haga su trabajo y la tape, para poder volver hacer otra pieza, para tener de nuevo espacio. Sueñan con el gris, lo esperan, parecen llamarlo. Hasta que llega, pintan de nuevo y así sucesivamente”. Asfalto, pavimento, muro, sintaxis, barrio son de las palabras que más repite como si en la lengua tuviera fijada las formas de las calles y las hojas de cemento que puede pintar. 

 

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En el barrio donde crecí/ hay un hombre que le dicen El Poeta/ tiene por oficio vender pólvora de todo tipo. /Huidobro dijo que todo poema es un incendio. Se puede leer en su poema El poeta. “Esa es la casa del poeta” y me señala una vieja casa a borde de carretera en una de las entradas al barrio, la casa está adornada con un letrero de tienda con el nombre El poeta “ahí está, el poeta de la polvora, nadie me cree lo del poeta que nos vendía la polvora”. Ese fue, tal vez, el primer poeta que conoció,  en un tiempo donde no leía nada, en sus años de adolescente triste donde solo encontraba escape en jugar fútbol, tumbar globos y descolgar en bicicleta. “Cuando empecé a leer, empecé a relatarme, le di valor a lo que tenía. Eso me pasó con Andrés Caicedo, leer en palabras las cosas salvajes, las cosas sexuales, la calle, una adolescencia triste similar a la mía”. Luego llegó a los poemas de José Manuel Arango. “Él me abrió una puerta, fue como un golpe en la cara, cuando lo leí por primera vez no entendí nada, pero luego descubrí que esos poemas eran lo que quería ser y ver”, y repite uno de los poemas de José Manuel Arango que le abrió la puerta: “Ciudad:/la sombra del soldado se alarga/sobre los adoquines”. Y desde ahí pasó a otras poesías y volvió a otras, para seguir observando más, y relatarse y relatar el barrio, darle valor a lo que es, y entró por más, y sacó más pólvora y encontró poemas de Helí Ramírez, de Fran Báez, de Luis Vidales, de Igor Barreto, de Miyó Vestrini, de Laura Wittner, de Legna Rodríguez, de Joaquín Giannuzzi.

 

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Sin pisos altos, sin nombres importados, así como los otros barrios escondidos del Poblado, el barrio de Santiago Rodas eran mangas y tierreros heredados a los trabajadores de hacendados. Así llegaron sus primeros pobladores, y con sus manos y lo que tenían: cocineras, jardineros, peones y mayordomos fueron construyendo las casas, levantaron muros; hicieron convites para pavimentar calles y acueductos artesanales. Se inventaron el barrio y los otros barrios populares. Durante años, sus habitantes han visto cómo crecen las unidades residenciales, cómo ahogan sus barrios construidos con sus manos. Pienso/ que esas personas/ que son capaces de levantar una casa con sus/ manos sienten algo que a los demás/ se nos escapa.  Se puede leer en el poema “Manos” publicado en Plantas de sombra. 

 

Vivió entonces así, en una casa pequeña del barrio, con su papá, su mamá y su hermana. Y afuera, en las otras casas y calles, sus amigos, todos mayores que él, con los mismos anhelos compartidos. “Desde pequeño siempre quise tener unos adidas superstar” Aparece escrito en otro de sus poemas como un huella de esa imposibilidad que siempre lo acompaña. Otra de esas marcas de recuerdo de lo que era vivir en su barrio, con experiencias cercanas a las que tenían otros jóvenes de barrio a principios del 2000: Los videos de Mtv grabados en casetes de VHS, cedés quemados, las letras copiadas en cuadernos, los afiches pegados en las paredes con cinta, los partidos de fútbol, el Play Station, el bien común, los pogos, los globos en el aire, la música de diciembre, el sol en las mangas el pavimento, y las fiestas de garaje.

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Bajamos, el sol cae y la tarde termina, es una de esas noches de ojos grandes de alegría como escribió Helí, desde abajo empezamos a escuchar los sonidos de los bares y las discotecas del Poblado que están plagados de gringas y gringos jóvenes, vamos acompañando al Burro que debe trabajar en el Parque Lleras. En la oscuridad de la noche apenas se ven las unidades y las pocas mangas libres que quedan. Atrás va quedando el barrio, escondido y secreto, un refugio con el tiempo en otro lado, ahí en medio de las casas: la pizzería de toda la vida con su luz amarilla de bombillo al interior. En uno de los andenes que usamos para bajar, sin perderse la charla, Santiago va nombrando una fila de pequeños árboles que están recién sembrados. “¡Qué bueno que siembren árboles nativos!” Nos dice, mientras los va nombrando: “Este larguito es un Carbonero, este de acá un Guayacán, esta de acá es una Araucaria, este otro es un Gualanday”. Recuerdo su poema Ojo de poeta: Las flores naranjadas se conocen como/Ojo de poeta, /y añade:/ son una plaga que se traga,/ lentamente,/todo lo que encuentra a su paso. Así como las unidades y ese monocultivo de ladrillos y cemento que se está tragando su barrio. 

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Cuando regreso esa noche en el carro que me lleva a mi casa, de refilón veo debajo de un puente que atraviesa la autopista, un mural en el que se lee en letras grandes y a colores “Poder plebeyo”, son las letras pintadas, muralismo y poesía hablando en la ciudad. Es un mural que pintó Santiago, son sus letras que bajan del barrio y se pasean por la ciudad, y que ahora buscan, como el gesto de su nuevo libro estar en otro lado, en otros pueblos y montañas, porque el poeta que era de barrio ahora es, si tiene suerte, un fantasma de esos que aparecen en las estampas de Gráficas Molinari. 

 

Mario Cárdenas 

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