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Vino: Al principio me supo a cacho;
luego, amargo; ahora me sabe a gloria

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“Un olor de vino y ámbar viene por los corredores”, escribió Federico García Lorca en 'Muerto de amor', de su 'Romancero gitano'.

 

Tengo que confesar que mi primera copa de vino, me supo a cacho, las siguientes, un poco amargas, las actuales, me saben todas a gloria.

 

En una cultura como la colombiana, en donde el vino no es la norma ni la costumbre, más bien la excepción, beberlo puede parecer un lujo, ─una rareza, quizás─. ¡Afortunadamente la cosa ha cambiado! Sobre todo para quienes superamos la barrera de algunas décadas. Aunque no tengo tantos años como sí los tiene la historia del vino que se dice data de los tiempos del mismo Noé como viticultor que plantó la primera vid con permiso del Dios monoteísta. Claro está, sin dejar de lado la tradición grecolatina, atribuye su origen al dios Baco (Dionisio para los griegos) hijo de Júpiter (o Zeus), que regaló a los mortales la vid y su afición al vino.

 

En la obra póstuma de Ernest Hemingway, 'París era una Fiesta', el autor que pasó una temporada en la ciudad luz, da crédito de la costumbre con la que él y sus amigos parisinos se entregaban a dejarlo colar por sus gargantas entre charlas y apuntes literarios: “En ese entonces en Europa considerábamos al vino algo tan normal y saludable como la comida, además de una bebida capaz de brindarte felicidad, bienestar y placer. Beber vino no era un esnobismo ni un signo de sofisticación ni de cultura; era algo tan natural como alimentarse y, para mí, tan necesario como eso. No se me hubiera ocurrido sentarme a comer algo sin beber, ya sea vino, sidra o cerveza. Me encantaban todos los vinos, excepto los vinos dulces o los que eran muy pesados”.

Recuerdo que en mi primer viaje fuera del país, al Perú, por allá en la década de los noventa, más precisamente en el 93, a mis 23 años, ─es permitido hacer cuentas sobre mi edad─, durante el vuelo de ida, la azafata ofreció vino tinto y, yo, por dármelas de sofisticado y, no lo puedo negar, sobre todo para dopar el miedo tan tenaz que me produce volar, acepté. Fue un vino servido en uno de ésos vasos de plástico sólido que solían usar en los vuelos, ─ahora no ofrecen ni agua─. A ésa altura de mi relación con el vino estaba en los que me sabían a cacho y no obstante los diez mil pies de altura, me siguió sabiendo igual. Pues bien, repetí dosis y me quedó gustando, hasta me calmó un poco los nervios y con ello, me introduje entonces en la etapa de los que me saben a amargos.

 

Mi experiencia con el vino llegó de la mano de mi apertura, precisamente a otras culturas, a otros gustos y saberes, por aquello de vivir probando y probando, y por qué no, para darle un poco de sofisticación a la vida.

 

A partir de aquel dichoso viaje, empecé a encariñarme más y más con el vino ─prefiero encariñarme y no, enviciarme, pues del vino uno se encariña, no se envicia. Risas─, no fuese que me pasara lo que narra Heródoto en el Pasaje de sobre los persas: “Suelen discutir los asuntos más importantes cuando están embriagados… Asimismo lo que hayan podido decidir provisionalmente cuando están sobrios, lo vuelven a tratar en estado de embriaguez”.

Lo prefería tinto, pero como leí que para cada ocasión hay un vino, sobre todo por aquello del maridaje ─o "el arte de lograr la mejor relación entre el vino y la comida─", según Notas, Fechas &Vinos, 2009, Círculo del Vino, Grupo Éxito. Que si rosados para los tiempos cálidos, que blanco si el plato fuerte es pescado o con frutas o chocolate, que tinto ─como le decimos en Colombia o rojo como le dicen en España o en las culturas anglo-francoparlantes─, con las carnes rojas; o espumosos para los postres; entonces, me sofistiqué más. La verdad, ya no me importa mantener las reglas de ese pasado de moda maridaje. Empecé a probarlos todos, probar para ver hasta dónde podía llegar mi paladar y, por supuesto, también mi bolsillo.

 

En ésos tiempos se entrecruzó en el camino mi amigo, Luis Eduardo Madrigal, quien, precisamente hablando de vinos, me contó que su papá diseñaba unos bares espectaculares. Yo ni corto ni perezoso, impulsado por aquel ímpetu de Baco, le pedí de inmediato que le encargara a su padre hacerme uno, según el boceto que al instante trazamos en una servilleta. A los pocos días llamé a Luis Eduardo para preguntarle cuánto me iba a costar ése caprichito; gracias a Dios, fue casi un regalo de su padre para mí.

 

León Tolstoi en uno de los fragmentos de su célebre novela, ‘Anna Karenina’, el personaje, Kitty, observa el primer encuentro de Anna Karenina con el que luego sería su amante y lo describe de la siguiente manera: “Podía ver que Anna estaba embriagada con el vino del éxtasis que inspiraba. Ella conocía esa sensación, conocía sus signos, y los vio todos en Anna –vio la temblorosa y brillante luz en sus ojos, la sonrisa de felicidad y emoción que involuntariamente forman sus labios, y la inconfundible elegancia, seguridad y suavidad de sus movimientos–. Cómo sabía nuestro Tolstoi los efectos que producen unas copas de más.

 

Seguí creciendo en años, madurando como el vino, entonces se me dio por aprender qué era eso de vinos jóvenes y de larga guarda, entendí que no todo vino viejo es bueno y que no todo vino joven es malo, hay de todo, vinos jóvenes con excelente sabor y bouquet ─aroma─, y vinos viejos que no se dejan colar

─para usar un término prestado de mi amigo Flavio─; pues el vino, como toda

 

materia viva, se altera y se corrompe, más aún si no se conserva en las condiciones óptimas de luz, temperatura y embotellado. No es mero capricho, la idea es conservar hasta donde las condiciones atmosféricas lo permitan, sus cualidades, tales como la nitidez de sus aromas, su color, sabor y textura.

 

Por allá hacia el 20 del mes de junio de 2009 ─recuerdo este evento, pues el día 25 del mismo, nos despertaríamos en el mundo con la noticia de la muerte de Michael Jackson, que opacaría la despedida de este mundo de otra estrella, Farrah Fawcett─, llegó un momento que había estado esperando en mi vida, mi primer viaje a Argentina y con él, más aprendizaje vitivinícola; esta vez de la mano de mi amiga Olgamar Carnevali y su esposo, Álvaro Martín, quienes por entonces vivían en la fabulosa ciudad de Buenos Aires. Con Olga aprendí cantidades acerca de los utensilios relacionados con el arte del vino, para beber vino como todo un profesional. Que el sacacorchos, el corta capsulas, el decantador, que el aireador, las clases de copas, los corta gotas, los tapones y las hieleras. Entre otras cosas, a ella también le debo haber ampliado mi gama de vinos, pasando de ser bebedor de vinos chilenos a probar los deliciosos vinos argentinos.

 

Y como lo bueno se repite, volvería a visitar Argentina con un paladar más dispuesto en 2012. Allí, muchos brindis ―cheers and cheers―, o mejor como lo expresa Shakespeare en boca de Falstaff de su obra Enrique IV: “Sherry, sherry, sherry, by my troth he makes me merry” (Jerez, jerez, jerez, por fe mía que me hace feliz). Y muchas risas y charlas dilataron y alegraron entonces mi espíritu o como para mantenerme Shakesperiano: “Un buen sack (vino blanco de la época), contiene en sí un doble efecto. Primero sube al cerebro; allí se encarga de secar todo lo estúpido, aburrido y grumoso que hay en el entorno. Lo vuelve aprehensivo, ágil, sagaz, lleno de exaltada astucia y exquisitas formas. Luego, esto, trasladado a la voz, a la lengua, que es el nacimiento, se convierte en un excelente humor”.

Con el paso de los años seguí bebiendo, digo, degustando vino, ─no hay otra forma de aprender de vino, sino bebiéndolo─. También por esos días aprendí cuál era la distinción entre vinos secos y semi-secos y de su grado de dulzura, que para entonces se me antojaba mero capricho de técnicos ─la guía Repsol de España nos regala estos datos: secos según tengan entre 0 y 4 gramos de azúcar por litro; semi-secos de 5 a 12 g/l; semi-dulces de 13 a 45 g/l, y dulces, más de 45 g/l─, después logré “catar” el verdadero sentido, además las etiquetas lo detallan.

 

¡Pero las ganas y la curiosidad pueden más! Le tocaba el turno ahora a la cuna de mis primeros vinos, Chile. Visitaría Santiago de Chile y otras ciudades de ése hermoso país sureño en 2014, con la fortuna de ser recibido allí por mis amigos, Fernando Torres Bosetti y su esposa Gey López; con ellos coseché para la posteridad, bellos recuerdos, casi todos relacionados con el vino y la buena mesa. Especial recuerdo ocupa en mi memoria la visita que hiciéramos a la viña Concha y

 

Toro y la embriagadora tarde que compartimos en compañía de profesionales del área y excelentes bebedores, qué decir de su bodega Casillero del Diablo! Y como Ulises en La Ilíada de Homero empecé a añorar “el paisaje de vides verdes que abundan en Ítaca”.

En Valparaíso no falte a mi cita con nuestro poeta Pablo Neruda y desde la cima de la montaña en donde vivió, leí su 'Oda al vino': “Que lo beban, que recuerden en cada gota de oro o copa de topacio o cuchara de púrpura que trabajó el otoño hasta llenar de vino las vasijas”.

 

Otros países del Sur han colmado mi curiosidad por el vino, Uruguay y Brasil que no se quedan atrás y que también han logrado ponerse en la esfera internacional por la excelente calidad de sus vinos, algunas copas me tomé allí también recordando a El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y sobre todo a su escudero, Sancho Panza, quien era un bebedor empedernido: «Sé templado en el beber Sancho, que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra«, ─le decía al remilgado─.

 

Mi experiencia con el vino en Europa es igualmente gloriosa. A esta altura y ya superadas las etapas del sabor amargo y a cacho, todos los vinos, excepto los estropeados por el tiempo y la mala conservación, me saben a gloria. De eso sabían también Edgar Allan Poe en ‘El barril de Amontillado’; Alejandro Dumas en 'El conde de Montecristo'; el 'El cantar de los cantares' cuando afirmó: “háganse tus pechos como racimos de la vid”; Fernando de Rojas en 'La Celestina', anciana alcahueta que no se despegaba de su inseparable jarra de vino: “Que harto es que una vieja como yo en oliendo cualquiera vino diga de dónde es”. O en 'El libro del buen amor', del Arcipreste de Hita, cuando dice del vino que: “allí se proclama que duplica las virtudes”.

No me puedo despedir sin compartir unos ‘tipcitos’ para saborear mejor el vino:

 

  • Bebe siempre con una buena compañía, si no la tienes, igual bebe.

  • Prueba diferentes vinos, pero pruébalos, desde el más barato hasta el más extraño, así se aprende.

  • Los Tempranillos son mis preferidos junto con los bi varietales ─dice de dos variedades, cepas de uva ensambladas, como por ejemplo, Carmenere- Merlot─; o tri varietales, ─tres variedades, como el Malbec-Syrah- Tempranillo─, por ejemplo.

  • Cuando abras una botella, termínala, se puede avinagrar si lo guardas.

  • Nunca le añadas agua o hielo a ningún vino, te lo tiras.

  • Degústalo, olfatéalo, airéalo, bébelo despacio, habla con tus amigos, otro sorbo, así sabe y se aprende mejor.

*Fernando Carnevali es el pseudónimo utilizado por Luis Fernando Sánchez Hurtado. Oriundo de Córdoba, Quindío. Licenciado en Filosofía Pura de la
Universidad Santo Tomás de Aquino y Licenciado en Ciencias y Culturas Religiosas de
la Pontificia Universidad Javeriana. Cursó una Especialización en Relaciones
Internacionales en la Universidad de Bogotá, Jorge Tadeo Lozano y obtuvo su maestría
en Dirección del Desarrollo, conferida por el EUROEAD Business School de Madrid,
España y por la Commission for Independent Education (CIE), USA. Colaborador de la revista El Rollo.

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