
Un día de treinta horas
Por: Fernando Mondragón
Ilustración:Jorge Mendoza
Ese día, al despertar, presentí un sinfín de sensaciones. Sabía que no sería un día cualquiera. O bueno, un día más seis horas: uno de treinta.
Cuando las manecillas del reloj marcaban su inminente rumbo destino al sur, 6:30 de la mañana, sabía que sería tan solo el principio de muchas situaciones que marcarían y harían de este 27 de julio del 2010, una fecha para nunca olvidar.
El abrupto sonido del despertador hizo que me pusiera en pie. Como de costumbre, mi mano en modo automático, sabía qué hacer, desactivar el despertador. Tan solo un instante fue suficiente para darme cuenta de la realidad. Para muchos jóvenes puede ser uno de sus grandes sueños, por no decir el más grande. Gran parte de la sociedad colombiana, al menos muchas de las personas que conozco, piensan que es un honor “servir a la Patria”, a título personal, a la “Patria” se le puede servir de muchas maneras. No solo tomando un fusil.
Mientras la cálida, pero a mi parecer, helada agua recorría mi cuerpo al ducharme, pensaba y pensaba en lo que podía ser mi futuro incierto. Me imaginé vestido de militar. Alcance a visualizar mi apellido, Mondragón, en la parte superior izquierda del camuflado que, posiblemente, me acompañaría durante un año. También, pensé en muchas ocasiones que al llegar al batallón lo primero que haría, sería analizar las posibles rutas de escape. En conclusión, quería sin estar oficialmente vinculado al servicio militar, desertar al deber de servir a la “Patria”.
Una ruta, un destino
En camino, cubriendo la ruta que del municipio de Mariquita conduce a Honda, Tolima, continuaba mi constante lucha conmigo mismo. Una lucha con dos rivales de mi autoría. Mi conciencia que se había dividido en partes iguales. Una de ellas me decía que debía ir, poner el pecho a la situación. Por otro lado, la contraparte, me indicaba la no asistencia a mi deber. Al estar en esta dualidad, producto de la atrevida imaginación, se me pasó el tiempo y cuando volví nuevamente, ya estaba próximo a cumplir con mi cita. Bueno, citación.
Aquel taxi, Daewoo Racer, modelo 96, me dejó justo en frente del Distrito Militar 40. Saqué mi billetera y pagué al taxista cinco mil pesos. Justo en ese momento crucé mirada con él y entendí el por qué de su leve risa. Sentí una leve mofa de su parte hacia lo que sería mi destino, como si él fuera el chofer delegado para desdichado trayecto. Una larga fila me daba la bienvenida, como si mi intensión fuera la de reclamar el subsidio de Familias en Acción, con la diferencia que dicha espera duraba poco. En menos de cinco minutos y habiendo dejado mi documento de identidad, ya me encontraba en el interior.
Estando allí, constaté el hecho de que no había diferencia alguna entre aquel recinto y una cárcel de máxima seguridad. Entre la multitud me fue difícil identificar algún tipo de voz, alguna conversación, así que a ciencia cierta lo primero que escuché con claridad fue —Bueno, bueno a bajar la voz señoritas, que no estamos en una plaza de mercado— Era la voz del líder del Distrito, el Capitán Vargas.
Puedo decir que en este punto es donde se da oficialmente inicio a mi calvario. Dando credibilidad a mi memoria, podría decir que eran aproximadamente las 8:20 de la mañana. El Capitán, con voz inquebrantable e irreverente llamó a lo que sería, por la expresión de su rostro, su futuro rebaño. Todos, sin excepción alguna, caminábamos rumbo hacia donde yacía aquel hombre. Frente a su oficina todos guardábamos silencio, como si con este orden nuestro destino fuera a cambiar. Al menos eso era lo que yo pensaba. Admito que soy un hombre poco creyente, pero en situaciones de este tipo, la fe es lo único que queda.
Para ese entonces ya había terminado mis estudios de secundaria. No me encontraba realizando actividad alguna que me impidiera prestar tal servicio. Añoraba el poder estar en esos momentos estudiando cualquier cosa, pero era tarde. La realidad era otra y tenía que afrontarla.
Vargas dio instrucciones de cómo se llevaría a cabo la jornada. Inicialmente se llamarían por grupos de quince personas en orden de llegada, a los cuales se les realizarían primero las pruebas físicas, para luego realizar la psicológica. De no estar apto en alguna de estas, inmediatamente sería devuelto a casa, con una lista de documentos a traer para su posterior liquidación. Se podría pensar que lo que menos se quiere para el cuerpo es el mal, pero en vista de mi situación era lo que más añoraba. Quería que me dijeran que tenía un problema en la mandíbula, o un problema respiratorio, o quizás un problema en las articulaciones. O de haber pasado los exámenes físicos, pensaba en que la psicóloga me dijera que sufría de esquizofrenia, catatonia, o autoestima baja.
Aquel salón de los lamentos infructuosos
Eran las 8:45 de la mañana. Se dio inicio al llamado de los jóvenes como se había acordado. Miraba con atención como se dirigían a aquel amplio salón blanco. Curiosamente no tenía que estar dentro de éste para saber qué era lo que acontecía, ya que una gran ventana, sin vidrios, no dejaba nada a la imaginación del público expectante. Todo se veía en detalles. Como dijo un joven que hablaba con sus amigos, el cual estaba a mi derecha —Marica. Que boleta, solo culos y chimbos. Y saber que ahora nos toca a nosotros— Sonreí como si hiciera parte de aquel grupo, pero sólo me encontraba en compañía de mi ansiedad, quien a su vez había traído de invitado al gran apetito que dominaba mi ser para ese entonces.
Sin haber sido llamado y con un calor sofocante, me di cuenta que era la hora del almuerzo. Me retiré del lugar de concentración. Caminé por el mismo pasillo por donde había ingresado. Finalmente, llamé a una señora de tez morena quien vendía sándwich y gaseosa. La señora sabía de negocios. Todos deseábamos su servicio. Era la única venta de comida, al menos la más cercana. Muchos jóvenes, me incluyo, sacábamos la mano para recibir sus productos y con la otra entregábamos el dinero. Éramos, podría decir, aproximadamente quince personas las que coreábamos “señora, señora”. No sé si producto de mi malestar, de mi presunto semblante desdibujado, aquella amable mujer me atendió primero. Me entregó una gaseosa, sabor manzana, y un sándwich invadido a más no poder de grasa. Lo curioso es que por estos productos: una gaseosa de 350 mililitros y un sándwich; compuesto por mortadela, queso, dos rodajas de pan, acompañado de una sobredosis de mantequilla; pagué la suma de cuatro mil quinientos pesos. Pero bueno, en situaciones como ésta el hambre no da espera. Comí en no más de dos minutos. Luego, me dirigí nuevamente al sitio de reunión. Estando allí, escuché mi apellido, a lo cual hice de oídos sordos y me negué a ir.

En ese momento llamé a mi madre y como niño chiquito le pedí y le imploré que me ayudara como fuera a salir de esta. Le dije que buscara a como fuera lugar un contacto que me ayudara a salir de tal situación, así fuera político. Ella más que nadie, sabe el desprecio que tengo hacía a la política, pero en el momento no importaba de dónde viniera la ayuda. Solo quería salir de allí de cualquier modo. En ese momento hasta la fe en los políticos había surgido en mí.
Un fuerte dolor de cabeza me dominó de ahí en adelante. Para mi desgracia era mi nuevo compañero. Para ese momento, el tiempo había pasado y el ocaso de la tarde era inminente. La intensidad del calor bajó considerablemente, al menos la temperatura ambiente, el clima. Alrededor de las seis de la tarde, y habiéndome negado a realizarme los exámenes físicos, el Capitán Vargas salió nuevamente y con voz de gran malestar, gritó que pasaran los que faltaban o sino las consecuencias serían para lamentar. Sin querer en lo absoluto despojarme de mis prendas, caminé en dirección a aquel salón de reclusión.
Estando allí, me di cuenta que era un grupo reducido. Tan solo doce personas: Dos doctoras y diez rehenes. En mi condición de rehén, una doctora, la odontóloga, me pidió que abriera la boca. La abrí con recelo y traté de fingir un problema en la mandíbula, a lo cual ella de inmediato se dio cuenta y me regañó de manera sutil, diciendo —Estás bien, no te hagas el tonto.
Antes deberías agradecer— ¿Agradecer qué? Vestir un camuflado, cortarme mi cabello, el cual era más o menos largo y obedecer a una institución que no tolero. Quería gritarle en la cara que mi concepción de mundo es muy distinta. Que la milicia no va conmigo. Que odio las armas y que la situación del país no va a cambiar con más guerra. Me resigné y finalmente no dije nada. Me tragué mis palabras una a una. De pronto de esta manera reforzaría y sería el perfecto complemento para aquel sándwich del medio día.
Luego de esto, fui abordado por la otra mujer, la doctora. Acá llegó el momento verdaderamente incómodo, bastante incómodo. Estando tal y como salí del vientre de mi madre, aquella mujer toca gran parte de mi cuerpo. Quisiera poder decir que de manera sensual, pero no. Era como si fuese un objeto. Tocaba mi pecho como si estuviese cambiando de canal en el televisor.
Efectivamente no tenía problemas respiratorios. Tocó mis brazos, mis extremidades y tampoco había problema alguno de articulaciones. Miró mis ojos y sentí que era el momento oportuno para decir algo en mi defensa —Tengo problemas para ver de lejos. Sufro de miopía severa en el ojo derecho— A lo cual ella respondió —Tranquilo, eso no es problema. Acá resolvemos ese detallito— Pasé de estar en esa nube de esperanza a volver a esas viles paredes cómplices del momento. El instante más incómodo fue cuando con sus dedos manoseó mi órgano genital, que por la tensión y los nervios, sentí que era diminuto, como el de un niño que apenas empieza por explorar su cuerpo. Con esto se dio por terminados los exámenes físicos, y para mi desdicha, estaba bien en este aspecto.

Ana Lucia y su único as, combinación perfecta
Habiéndome vestido, salí de aquel lugar y automáticamente saqué con mi mano derecha el celular y llamé a mi madre, y sin querer faltar al respeto a mi gran amiga, consejera, le dije —Ana Lucia pasé las pruebas físicas. Ahora si me jodí. Solo falta la psicológica y listo— Ella, como siempre, como mi gran salvadora había hecho sus gestiones y en palabras que ahora me son confusas, me dijo que buscara a un soldado, un Sargento Primero de apellido Pinzón. Que él era el que me iba a ayudar. En ese instante le agradecí, sin saber si aquella ayuda efectivamente me sería prestada. Solo me advirtió que le llevara la idea en lo que me decía, que le había tenido que mentir contando una historia trágica para convencerlo de que me ayudara. Colgué, y como si lo hubiese querido traer con la mente, apareció aquel hombre, por demás corto de estatura, inferior a 1.67 metros, mi estatura.
Me acerqué a él y le dije que yo era el hijo de la señora Ana Lucia, la mujer que le había hablado de nuestra “situación actual”. Me miró de manera presurosa, ya que en estos lugares todos sus integrantes tienen que cumplir en el menor tiempo posible, las ordenes que les son impuestas. Aun así, aquel hombre me dedicó un instante de su limitado tiempo y me dijo que si ya me habían hecho las pruebas, a lo cual le respondí que solo las físicas y que había salido apto. Que estaba a la espera de la psicológica. Ante esto me dice que le avise cuando esté por entrar con la psicóloga, que él hablaría, daría solo la antesala de mi historia, ya que ésta conmovía. Solo agradecí sus palabras, y mostré mis agradecimientos estrechando fuertemente su mano.
Él se alejó y de inmediato llamé otra vez a mi madre. Le pregunté de qué trataba la supuesta historia. Ella respondió que había tenido que decir que mi papá nos había abandonado desde hace unos años. Que yo trabajaba como se dice popularmente, en el rebusque, para aportar con las cosas de la casa. Mi hermanita, Karen Sofía, era prioridad de los dos. Nosotros velábamos por el bienestar de ella y en vista de que se aproximaba para mi madre una cirugía que consistía en extraer un mioma de gran tamaño, la niña de ocho años, quedaría a mi responsabilidad. Frente a tales dotes de “realismo mágico” de la señora Ana Lucia, simplemente me reí a más no poder, por la magnitud desproporcionada del relato. Fue la primera, o bueno, no la primera, sino la verdadera sonrisa de éste día.
Siendo, a mi parecer, las 7 de la noche, sale la psicóloga de su cubículo y dice en tono malhumorado —Hasta éste momento llega mi jornada laboral. Mañana Continuo con los que falten— Un joven, muy ingenuo, dijo que si seríamos devueltos a casa y volveríamos al día siguiente, a lo cual me tomé la palabra y respondí —Claro socio, tenga fe. Muchísima fe— Me miró y sonrió como habiendo caído en cuenta de que sus palabras sonaron más como chiste que algo serio, era algo absurdo. Justo en ese momento llegó Pinzón y dijo que lo siguiéramos, que nos llevaría al lugar donde pasaríamos la noche.

Predecible, pero a la vez, incierto sendero
Caminando por un largo sendero, me dediqué a observar las dinámicas de aquel centro de reclusión. Todo es orden, disciplina. Voces al unísono respondiendo a su superior. Todo respondía, y me acordé en ese instante de aquella habitación donde se me practicaron las pruebas físicas, a lo cuadrado, lo cuadriculado de las mentes que se quieren forjar.
Nos detuvimos justo frente a un gran cubículo. Allí nos fueron dadas las últimas indicaciones de lo que sería el día siguiente, al igual que un pequeño trozo de pan de tienda, acompañado de un vaso de 6 onzas que contenía Coca Cola. Esa fue nuestra cena.
Pinzón recalcó el hecho de que cuidáramos bien nuestras cosas personales, señalando con su dedo índice, el ya nombrado cubículo amoblado, donde pasaríamos la noche junto a un grupo de soldados. Que allí nadie se haría cargo de eso. Al igual que a las 4 de la mañana, como todos, teníamos que estar en pie.
Sin más por añadir, se despidió, no sin antes y con voz tenue, darme una voz de apoyo, afirmando que todo estaría bien. Esto me inyectó, a decir verdad, una dosis motivacional. Estando en el interior y sin supervisor alguno, me percaté que las dinámicas eran distintas. Había sonrisas, burlas de unos hacia otros. En conclusión y en mi opinión, todo era normal, a excepción de los lineamientos y organización física del recinto. Todos los camarotes se encontraban a la medida, la distancia proporcional el uno del otro. A mí me correspondió el último. Con el compañero que estaba junto a mí, acordamos que yo cogería el de abajo y él, el de arriba. Finalmente y después de un tedioso día nos dispusimos a dormir. En mi caso, con las dos manos dentro de los bolsillos. Mi mano izquierda cuidando el celular y la derecha, salvaguardando mi billetera.
De manera poco cordial, nos despierta un soldado. Inmediatamente miré el celular, 4 de la mañana. Nos hacen salir del cuarto ya que necesitan organizarlo, no sin antes habiendo dejado los camarotes donde pasamos la noche en su orden inicial. Como un buen pelotón, salimos juntos, sin formar desorden. A decir verdad creo que fue por el sueño que nos embriagaba. Nos dirigimos a un pequeño parque que se encontraba en frente de nuestra morada. Al llegar, lo primero que hice fue dirigirme a un gran árbol de mango e inmediatamente tratar de conciliar nuevamente el sueño. Lo cual conseguí sin mayores problemas.
Cobijado por el astro rey
Al despertar, me encuentro con un sol radiante que iluminaba la parte izquierda de mi rostro. Eran alrededor de las 8 de la mañana. Una suposición apoyada en el simple hecho de que a esa hora empezaba a trabajar de nuevo la psicóloga, y ya en pie nos dirigíamos a las afueras de su oficina.
Estando allí las reglas seguían siendo las mismas. Llamaría a uno por uno, no sin antes recordar el nombre del que seguía, para que estuviera pendiente y por consiguiente, no se perdiera tiempo. En ese preciso instante el suspenso volvió a invadirme.
Miré a mi alrededor y no vi al Sargento, única esperanza de mi salvación. Me continuaba invadiendo más y más, ahora el desespero. Hasta que por fin lo vi. Entre la gran multitud que lo rodeaba, vi su pequeño brazo poner, presuntamente, orden a aquel grupo. Corrí e inmediatamente se percató de mi presencia. Le comenté los pormenores de la situación, que faltaba poco para mi turno. Con tono fuerte, pero alegre me dice que tranquilo, que cuando me corresponda el turno le avise y él entraría a hablar con la psicóloga. A lo cual respondí con una leve sonrisa. Que más podía hacer, él era la única salvación que tenía.
Estando echado en el suelo, esperaba de a poco mi llamado. Salió un compañero, luego otro, y otro. Hasta que mi espera terminó. Después de “care betún”, como se hizo llamar aquel joven de tez morena, seguía mi turno. De un brinco ya estaba de pie, e inmediatamente mis ojos limitados de óptica visual, pero a pesar de todo útiles, comenzaron su búsqueda implacable por Pinzón. Ese era mi objetivo militar. Salí del salón continuando mi búsqueda, que hasta ese momento me era infructuosa. Hasta que por fin di con su paradero. Salía del baño y lo tomé por el hombro derecho. Lo miré a los ojos y le dije con voz firme que prácticamente era el que seguía. Sosteniendo la mirada me dice que no hay problema, que camináramos hacía allá. Es en ese preciso instante cuando salía el moreno, con gran semblante y siendo curioso en ese instante los contrastes de la vida, feliz por estar apto para prestar el servicio militar. Lo miré, no niego, con cierta ironía. Pero luego sonreí al ver que la felicidad de todos no puede ser la misma, y es en este punto donde radica en gran parte la verdadera razón de vivir en este mundo. Tolerar en gran manera las diferencias.
Antes de ingresar, tal y como habíamos acordado, Pinzón tomó la delantera e ingresó a hablar con la psicóloga. Nunca supe que le dijo, solo sé que al salir me dijo —Listo chino, ya hablé con ella. Cuente su historia. Esta conmueve— Sonreí por congraciarme con él, pero era innegable que la sonrisa era en vista de la gran mentira que había gestado mi madre, donde yo era el cómplice y aquel Sargento, simple y sencillamente, cumplía el rol de victima que laboraba en pro de mi bienestar.
Al ingresar, sentí culpa, temor por lo que pudiera suceder. Tenía miedo de que se derrumbara todo el plan. Hice mi mayor esfuerzo por mirar fijamente y sin bacilar a aquella mujer. De manera cordial me saludó. Un buenos días Fernando, no estaba nada mal para empezar. Me interrogó sobre muchas cosas que me son difíciles de recordar con exactitud. Entre ellas, logro recordar algunas: edad, estado civil, orientación sexual, religión y para finalizar, si consumía algún tipo de alucinógeno. De ahí se pasó de lo formal a lo informal. A un lado quedaron las preguntas cerradas y se dio inicio a una charla más amena. Es en este punto donde luego de dialogar durante un tiempo no superior, a mi parecer, de tres minutos donde ella concluye con una pregunta; la del millón. Consistía en que si yo realmente quería prestar el servicio militar. Nunca pensé en encontrarme con una pregunta de este calibre. Me tomé tan solo un par de segundos para dar respuesta. Tomé la vocería y respondí que sinceramente no, pero si me tocará pues lo haría, siendo conocedor de las multas económicas que esto trae consigo. Añadí para concluir que en ese preciso instante no me gustaría, ya que mi madre estaba en vísperas de una cirugía para extraer un mioma, un tumor del tamaño de una naranja pequeña. Nunca dije que éste fuera benigno. Seguido a esto, hablé de la existencia de mi hermana, la cual quedaría bajo mi responsabilidad luego del posoperatorio. Ante esto, la psicóloga me dijo que saliera, y con voz de aliento me dijo que iba a mirar que podía hacer por mí.

Veredicto final
Salí con gran entusiasmo. Faltaban solo dos personas, de diez por atender. El tiempo se había pasado volando. Ya eran las 12 meridiano. Para la 1 de la tarde, ya habíamos pasado todos y es ahí, en ese preciso instante, donde sale una hoja que contenía los resultados de inclusión y exclusión para esta misión. El veredicto final. Nos ubicamos justo debajo del árbol de mango donde había dormido por segunda vez. Sin formación alguna nos encontrábamos dispersos los diez en escena, el pequeño hombre y un llamativo camión de carga, el cual se me hizo familiar, ya que me remitió a aquellos recuerdos nada gratos, cuando corría para no dejarme alcanzar de aquellos hombres vestidos de camuflado.
Finalmente, y sin rodeo alguno, aquel hombre empieza a mencionar uno a uno los nombres de nosotros. Los cuales, según la indicación de su dedo, debían hacerse a su lado derecho. Los que no, permanecer en su sitio. Es ahí, en ese momento, cuando para mi gran fortuna no hace mención de mi nombre. De los diez en cuestión, solo dos no “servirían a la Patria”. No sé si fue el alma la que volvió a mi cuerpo. Lo que sí sé es que una inminente alegría que no logro describir, embargó todo mi ser.
Ya de regreso al lugar inicial, la sede administrativa en la cual permanecí el día anterior, caminaba con marcha triunfal. Cada paso que daba, sentía que era premeditado, como si hubiese tenido una formación previa. Al llegar, mi madre, no sé si haciendo uso de su sexto sentido, se encontraba esperando por mi salida. Me saludó de manera efusiva, con el único inconveniente que aún nos separaba la gran cerca. Llené una documentación que me solicitaron e inmediatamente me asignaron una fecha especial. No para realizar exámenes, sino para traer la documentación correspondiente para la posterior liquidación. Un soldado me abre la puerta de la libertad. Mi condena había terminado. Antes de salir, observé rápidamente las instalaciones y finalmente, no puedo negarlo, miré con desprecio al ya conocido Capitán Vargas, quien gritaba como loco, imponiendo órdenes por doquier, a su conveniencia.
Al salir, abracé a mi protectora. Quien efusivamente no dejaba de cogerme. Aclaro que no soy muy expresivo, por ende la calmé, y como excusa le dije que nos fuéramos lo más pronto de allí. Al alejarnos pensé por un momento en cual había sido el dictamen de aquella psicóloga. Soy fiel defensor de la verdad, pero por primera vez agradecí a mi madre por tal plan, la majestuosa mentira. Para finalizar y luego de esta experiencia, pude constatar el hecho de que la libertad es lo más valioso que puede tener cualquier ser. Por otra parte, que con la imposición no se logra nada, o bueno, sí, máquinas que obedecen a más no poder. Por eso me rehúso al hecho de convertirme en eso.
Estando recluido desde las 8 de la mañana del 27 de julio del 2010, hasta las 2 de la tarde del día siguiente. Exactamente 30 horas de condena, digo con inclemente autoridad: Capitán Vargas, quiero informarle que me niego a servir a la Patria. He decido desertar a mi función como máquina.
SOBRE EL AUTOR
Fernando Mondragón
Estudiante de Comunicación Social y Periodismo Universidad de Ibagué
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