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Chocolate: Inocencia, pasión y deleite.

El sabor, el olor y el sonido, sustantivos de mi infancia

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Cada día a las 5:45 a.m. llegaba en persona a mi cama la dulce voz de mi madre, anunciándome que ya era hora de levantarme; pero mi alma ya había empezado a desdoblarse cuando era poseída por aquel infinito olor a chocolate, ―como sólo mi madre sabía prepararlo―, que inundaba la casa. Y es que antes de escuchar su voz, yo, a mis siete años, era despertado por aquel olor de dioses, producto del cacao, sí, pero también de aquellas diestras manos; ambos, voz y olor, la personificación misma de la dulzura.

 

Luego el desayuno, acompañado siempre de aquel olor inmenso y de aquel sonido encantador, ―el sonido que producía la fricción de aquellas dulces manos, el molinillo de madera de antaño y la jarra de aluminio de siempre, batiendo el chocolate―. Nada qué decir de aquella espuma, tantas veces utilera y cómplice de mis personajes, bigotudos todos, ése bozo que te dejaba marcada la abundante espuma que sólo el chocolate de mamá producía, –era toda una creación espontánea aquel vaquero en que te convertías, con poder hasta de transformar tus dedos en pistolas―, era la magia del chocolate de mi infancia, que con el paso de los años cambié por café, pues en mis tiempos, los niños no bebían café, mis padres creían que no era bueno para el buen desarrollo del cerebro, a diferencia del chocolate, para fortuna del infante.

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Seguí bebiendo chocolate hasta la secundaria, y todavía con las mismas imágenes, sin la dulce voz de mi madre, pues ya podía despertarme sólo, pero sí con el mismo sabor, con el mismo olor y con aquel infinito sonido que todavía, en mis días actuales, me acompaña cada vez que escucho en algún apartamento vecino, el batido del chocolate; qué ganas de tornar el tiempo atrás y vivir un poquito de aquel hechizo de madre, de aquel brebaje de dioses, que usando madres para encantar a sus niños, los dejaban como poseídos durante todo el día de escuela por efecto de aquella bebida.

 

En mi corazón rondan los   recuerdos   de   chocolate   caliente,   en   las   tardes, con tostadas que untaba de mantequilla, como pintando un lienzo, sin dejar siquiera el más mínimo espacio sin untar, repasaba de mantequilla una y otra vez aquella tostada, sujeto de ésa, mi compleja cirugía, ―y hay de aquel que osara arrebatármela o interrumpir aquel intrincado proceso―, se las tenía que ver con el genio embotellado que habitaba al niño de la casa (soy el menor de entre cinco hermanos); después otra tostada, esta vez con mermelada y quizás una tercera con queso. Ése placer diario no me lo perdía por nada, se constituyó en rutina hasta que la vida me hizo lo suficientemente maduro o hasta que el tiempo destruyó mi inocencia y empecé a odiar la mantequilla –el acné alteró mi percepción―.

Agua caliente, pérdida de la inocencia

 

Como será de poderoso el chocolate, que conocido desde tiempos inmemoriales por los Aztecas, los Mayas y, en general por todos los nativos mesoamericanos, era usado como objeto de culto, bebido en las cortes y otorgado como recompensa a los héroes de guerra. Laura Esquivel, la escritora mexicana, lo usa como una bella figura para representar la más fuerte de las pasiones, precisamente ella que es mexicana y heredera de los Aztecas. El chocolate, entonces se convierte en la imagen del amor, – solo hace falta ver a dos enamorados engullendo chocolates como si el mundo se fuera a acabar o como si el objetivo fuera engordarse mutuamente a punto de besos achocolatados―. Ella escribe su obra, “Como agua para chocolate”, que llevada al cine se convierte, en mi opinión, en una de las obras cumbre del realismo mágico latinoamericano.

 

Transcurre la revolución mexicana, 1910-1920, en este contexto la escritora trata una historia de amor, con recetas culinarias que exacerban los sentidos, y que titula con la analogía del agua caliente, como la que se usa para hacer chocolate, precisamente, como la pasión a punto de reventar en los cuerpos de los amantes.

 

Tita es la hija menor de doña Elena, una mujer que vive del qué dirán y de la tradición. De Tita se decía que traía consigo el don de una sensibilidad extrema, la misma que la hizo nacer antes de tiempo, empujada por un torrente de lágrimas; las mismas que derramaba en abundancia cada vez que en aquella cocina, a la que sería confinada, se cortaba cebolla. También por ser la menor es condenada por su madre a quedarse soltera, pero el amor puede más, aparece Pedro quien se enamorada perdidamente de ella, y empieza el chocolate a hervir y doña Elena a no dejar que hierva, ―quizás por el temor de que se derrame, hace hasta lo imposible para evitarlo―.

 

Pedro se casa entonces con Rosaura, hermana de Tita, para estar cerca de esta última, quien se concentra en cocinar como una diosa, poniendo toda su pasión en cada plato, depositando toda la magia de su amor en ellos, ―sus deliciosas y embrujadoras “codornices en pétalos de rosas”, son muestra de ello―; este plato produce estragos en todos los comensales, especialmente en Pedro, quien sintetiza con toda su fuerza la pasión y el amor que lo une a Tita; ella, a su vez hace lo mismo. El chocolate sigue haciendo sus efectos en los humanos. ¡Finalmente el hervor revienta!, ―un escalofrío recorre mi cuello y un suspiro profundo sale de mis entrañas―.

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Una pasión prestada y “Afrodita”

Mi amigo Flavio Carnevali es un lector empedernido y un amante furibundo de doña Isabel Allende, bebe y relee cada uno de sus libros como el mejor chocolate y cada vez que sale uno nuevo, lo espera como un adolescente a la nueva versión del iPhone. Pues bien, de él he tomado prestada esta pasión por Isabel Allende, he empezado a leer “Afrodita”, que encuentro apetitosa y muy fácil de digerir, por compartir recetas y cuentos de amor y pasión que según ella, son el mejor de los afrodisíacos. –Y es que la

 

comida, la buena mesa, es otra de mis grandes pasiones, y una que no me deja remordimientos―.

 

De su “Afrodita” del alma he robado la última parte: “Postres. Final Feliz”, en la que usa los términos más adecuados para referirse a la etapa final de una comida, al acto amoroso y al final del mismo. “Después de una cena erótica que, cucharada a cucharada, ha conducido a los amantes a través de los preámbulos y juegos amorosos hasta el lecho, debe haber un final feliz; el postre… mangos flambeados con ron o profiteroles rellenos con frambuesas y cubiertos por un manto aterciopelado de chocolate”, ―dice―. Y sigue con su salsa de chocolate, indicando que, “cualquier helado vulgar servido con una copa, bañado en salsa de chocolate y coronado por una nuez o una cereza… se convierte en un postre de lujo”. Y como si fuera poco, “Crema de Mocca”, “Mousse au chocolat”, este último denominado por ella “una invitación formal al amor”. ¿Qué tal su receta “Carlota de los amantes”?, la que define como una saturación de afrodisíacos, mezcla orgánica de “chocolate, nueces, café, licor y huevos”, ―Mmm, se me hizo agua la boca―. En fin, queda claro que el chocolate es fuente de pasiones, causa de tormentos y consecuencia del amor humano.

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Estas tierras y sus chocolates

Es justo decir que Colombia es un país chocolatero, familia colombiana que se respete bebe chocolate al desayuno y a las bien recibidas visitas se les atiende con chocolate caliente y pan de quesos, pan de bonos, almojábanas, tostadas, croissants y una buena ración de queso, ―nuestro maridaje criollo―; pero también es justo decir que sólo hasta hace poco se ha empezado a producir en Colombia un chocolate premium, de alta calidad; a la altura del chocolate suizo, del venezolano, del peruano o del mexicano. Y es que Colombia desde hace un par de años ha entrado en la competencia con los mejores del mundo.

 

El chocolate colombiano Tibitó fue galardonado en julio de 2017, con el sello Superior Taste Award (Premio al Sabor Superior), que da la Guía Gastronómica Michelin en Sabor Superior, entregado en Londres.

 

Las variedades Trinitaria y Tumaco son las que más se cultivan en esta tierra, siendo el chocolate Santander, el único chocolate de origen colombiano y marca de la Compañía Nacional de Chocolates. Su nombre hace honor al Departamento de Santander y específicamente a sus montañas Yariguíes, donde crece el mejor cacao del país, también reconocido internacionalmente por su exquisito y delicado saber. El Great Teaste Awards, le ha sido otorgado a este chocolate colombiano, en varias ocasiones, en su modalidad “Best in show – Best chocolate confection”, entregado en New York en 2009.

 

Cabe anotar que en el 2015 los chocolates venezolanos, que desde hace muchos años han sido catalogados como de los mejores, junto con el chocolate peruano recibieron el The International Chocolate Awards por su chocolates negros, de leche y blancos.

 

Vuelve y juega el chocolate, causa y efecto de pasiones, inocentes como las mías y las de muchos en su infancia; de otras más turbulentas como las de Tita y Pedro en “Como agua para chocolate” o como en las recetas y sugerencias de doña Isabel Allende en su “Afrodita”. El chocolate que cautivó primero a los Aztecas y a los Mayas, luego a los europeos, nos sigue seduciendo con su sabor, olor y, en mi caso, con aquel sonido que produjo cuando la dulzura de las manos de mi madre entró en contacto con el molinillo viejo y la jarra gastada de la casa de mi infancia.

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Fotos y Texto

Fernando Carnevali

Fernando Carnevali es el pseudónimo utilizado por Luis Fernando Sánchez Hurtado. Oriundo de Córdoba, Quindío. Licenciado en Filosofía Pura de la
Universidad Santo Tomás de Aquino y Licenciado en Ciencias y Culturas Religiosas de
la Pontificia Universidad Javeriana. Cursó una Especialización en Relaciones
Internacionales en la Universidad de Bogotá, Jorge Tadeo Lozano y obtuvo su maestría
en Dirección del Desarrollo, conferida por el EUROEAD Business School de Madrid,
España y por la Commission for Independent Education (CIE), USA. Colaborador de la revista El Rollo.

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